Manuel nieves fabián
EL «FIADOR»
A don Arbués Balabarca del pueblo de Cajamarquilla
Muy pocos son los que hacen el papel de «fiador». Generalmente son las personas imbuidas de valor, coraje, y capaz de enfrentarse hasta con el propio diablo. Su “trabajo” consiste en salvar a las almas torturadas por el demonio la noche del entierro, para ello tienen que acudir al cementerio sin compañía de nadie y demostrar su bravura frente a cualquier adversidad.
Mientras la gente acompaña a los deudos en el velorio, el “fiador” luego de considerar la hora oportuna se levanta ceremoniosamente de su asiento en medio de admiración y respeto de los demás, coge su bastón y sin escuchar las distracciones de humanos o demonios se dirige al cementerio. La noche aterradora, fría y llena de misterios no es obstáculo para él. Abre la inmensa puerta y en medio del concierto de grillos y fugaces luces de luciérnagas llega a la tumba del finado, luego agacha la cabeza y pega sus oídos sobre la sepultura tratando de escuchar si en el interior las almas del otro mundo torturan al finado. En caso de haber bulla, el “fiador” levanta la voz tan fuerte y llama al muerto por su nombre, le infunde valor y le ofrece su ayuda para vencer al mal. Más de las veces, con la ayuda de un “fiador” atrevido e intrépido, afirman que, los espíritus del mal son vencidos y hasta los diablos huyen a su infierno; otras veces, si el “fiador” no está acostumbrado a estas lides, los malos espíritus no se dejan vencer fácilmente, por el contrario, ofrecen tenaz resistencia y se produce una encarnizada lucha, hasta que el «fiador» es arrojado a pedradas del camposanto o decapitado en el mismo lugar.
Precisamente esto le sucedió a un «fiador» en Cajamarquilla, y este fue su relato:
«Yo estaba sano. Nadie quería ir al cementerio a salvar el alma de Pichau Pedro. Cuando me ofrecí no me creyeron, por el contrario, todos empezaron a burlarse. Herido por la ironía de sus palabras levanté la voz y les dije que yo era un buen “fiador”, a pesar que nunca había hecho ese papel. Es cierto que sentía miedo, pero mi palabra ya estaba empeñada. Muy bajito les dije al oído a Víctor y Anastasio, mis amigos inseparables, para que me acompañaran, ellos nunca me dejaban.
En medio de risas y bromas salí de la casa del velorio con dirección al cementerio. En la calle hacía mucho frío en medio de la oscuridad. Víctor y Anastasio me seguían por detrás dándome valor. Luego de salir de la curva del camino apareció la puerta del camposanto como una inmensa boca abierta. Mis amigos se quedaron y yo ingresé muy valiente. Adentro reinaba un gran silencio absoluto, sólo las cruces de las sepulturas se parecían hombres deformes moviéndose en la oscuridad. Cuando ya estaba cerca de la Cruz Grande, por mi costado derecho vi que desde abajo se acercaba lentamente una nube densa. Noté que estaría por encima de la casa de don Crispín. Precisamente, cuando ya me acercaba a la sepultura me topé con la neblina. Era tan oscura que, no se podía ver nada. Yo llevaba una vela, una cajita de fósforo y un cabrestillo para salir de algún apuro y defenderme de los malos espíritus. En la oscuridad traté de encender la vela, pero el fósforo no encendía. Frotaba una y otra cerilla, pero todas ellas sólo reventaban chisporroteando. No obstante, con las manos levantadas hacia adelante caminé a tientas en la tiniebla; pero repentinamente alguien cogió la punta de mi poncho y de un tirón me arrojó a un costado. Caí como un costal, pero reaccioné tan rápido y muy valiente me levanté gritando:
–¡Qué pasa carajo! ¡Pichau Pedro está conmigo y nadie se burla de él! –y encorajinado seguí caminando.
Envuelto con la neblina había venido el diablo, y como no le tuve miedo, así como vino se había ido saliendo por la puerta del cementerio.
Víctor y Anastasio que me esperaban afuera, al ver que pasaba tan rápido un hombre con dirección al pueblo, pensando que de puro miedo yo me estaba yendo, por su tras le habían seguido.
Yo, poco a poco, tanteando llegué a la sepultura. La cruz estaba intacta sobre el barro mojado de la bóveda, entonces me dije: Haber voy escuchar qué pasa adentro, y me eché por donde estaba la cabeza del muerto. Pegué bien mi oreja sobre la tierra y paralizando mi respiración escuché. Un perro bravo estaba ladrando furiosamente. Parecía atacar a su víctima. En otro momento escuché la voz fatigada de mi amigo como si estuviese corriendo y tratando de salir a la superficie. Dudé un poco y reflexioné: los muertos dicen que reviven y a veces por falta de auxilio se mueren; entonces grité:
–¡Qué pasa Pichau Pedro! ¡Qué te pasa!
Y ¡pachaaaac!, ¡pachaaaac!, con el cabrestillo empecé a golpear la bóveda de la sepultura. Al pasar el momento de ofuscación, otra vez me puse a escuchar. El perro ya no ladraba y sólo había silencio. Apreté mi oreja derecha tan pegado a la tierra, contuve la respiración para escuchar algo, en eso me había quedado dormido hasta la madrugada. Cuando me desperté, el frío había entumecido todo mi cuerpo. Las estrellas brillaban en el cielo y a mi costado, sobre la bóveda estaba la cruz de la sepultura. En ese momento me acordé que mi compromiso era volver al velorio portando la cruz. Por eso jalé de entre el barro, lo puse sobre mi hombro y salí del cementerio.
Era muy de madrugada cuando llegué al velorio. Todos estaban chacchando, inclusive mis acompañantes. Cuando me vieron, se rieron pensando que yo me había corrido del cementerio. Como tenía fama de mujeriego y no llegaba hasta esas horas, creyeron que me había ido a pasear por la casa de una de mis enamoradas. Cuando les conté mi aventura nadie dio crédito a mi relato; pero cuando levanté la cruz de Pichau Pedro arrancada de su sepultura, todos pararon de chacchar y sin hablar se quedaron mirándome, incrédulos».
Mauel Nieves Fabián
[email protected]
Muy pocos son los que hacen el papel de «fiador». Generalmente son las personas imbuidas de valor, coraje, y capaz de enfrentarse hasta con el propio diablo. Su “trabajo” consiste en salvar a las almas torturadas por el demonio la noche del entierro, para ello tienen que acudir al cementerio sin compañía de nadie y demostrar su bravura frente a cualquier adversidad.
Mientras la gente acompaña a los deudos en el velorio, el “fiador” luego de considerar la hora oportuna se levanta ceremoniosamente de su asiento en medio de admiración y respeto de los demás, coge su bastón y sin escuchar las distracciones de humanos o demonios se dirige al cementerio. La noche aterradora, fría y llena de misterios no es obstáculo para él. Abre la inmensa puerta y en medio del concierto de grillos y fugaces luces de luciérnagas llega a la tumba del finado, luego agacha la cabeza y pega sus oídos sobre la sepultura tratando de escuchar si en el interior las almas del otro mundo torturan al finado. En caso de haber bulla, el “fiador” levanta la voz tan fuerte y llama al muerto por su nombre, le infunde valor y le ofrece su ayuda para vencer al mal. Más de las veces, con la ayuda de un “fiador” atrevido e intrépido, afirman que, los espíritus del mal son vencidos y hasta los diablos huyen a su infierno; otras veces, si el “fiador” no está acostumbrado a estas lides, los malos espíritus no se dejan vencer fácilmente, por el contrario, ofrecen tenaz resistencia y se produce una encarnizada lucha, hasta que el «fiador» es arrojado a pedradas del camposanto o decapitado en el mismo lugar.
Precisamente esto le sucedió a un «fiador» en Cajamarquilla, y este fue su relato:
«Yo estaba sano. Nadie quería ir al cementerio a salvar el alma de Pichau Pedro. Cuando me ofrecí no me creyeron, por el contrario, todos empezaron a burlarse. Herido por la ironía de sus palabras levanté la voz y les dije que yo era un buen “fiador”, a pesar que nunca había hecho ese papel. Es cierto que sentía miedo, pero mi palabra ya estaba empeñada. Muy bajito les dije al oído a Víctor y Anastasio, mis amigos inseparables, para que me acompañaran, ellos nunca me dejaban.
En medio de risas y bromas salí de la casa del velorio con dirección al cementerio. En la calle hacía mucho frío en medio de la oscuridad. Víctor y Anastasio me seguían por detrás dándome valor. Luego de salir de la curva del camino apareció la puerta del camposanto como una inmensa boca abierta. Mis amigos se quedaron y yo ingresé muy valiente. Adentro reinaba un gran silencio absoluto, sólo las cruces de las sepulturas se parecían hombres deformes moviéndose en la oscuridad. Cuando ya estaba cerca de la Cruz Grande, por mi costado derecho vi que desde abajo se acercaba lentamente una nube densa. Noté que estaría por encima de la casa de don Crispín. Precisamente, cuando ya me acercaba a la sepultura me topé con la neblina. Era tan oscura que, no se podía ver nada. Yo llevaba una vela, una cajita de fósforo y un cabrestillo para salir de algún apuro y defenderme de los malos espíritus. En la oscuridad traté de encender la vela, pero el fósforo no encendía. Frotaba una y otra cerilla, pero todas ellas sólo reventaban chisporroteando. No obstante, con las manos levantadas hacia adelante caminé a tientas en la tiniebla; pero repentinamente alguien cogió la punta de mi poncho y de un tirón me arrojó a un costado. Caí como un costal, pero reaccioné tan rápido y muy valiente me levanté gritando:
–¡Qué pasa carajo! ¡Pichau Pedro está conmigo y nadie se burla de él! –y encorajinado seguí caminando.
Envuelto con la neblina había venido el diablo, y como no le tuve miedo, así como vino se había ido saliendo por la puerta del cementerio.
Víctor y Anastasio que me esperaban afuera, al ver que pasaba tan rápido un hombre con dirección al pueblo, pensando que de puro miedo yo me estaba yendo, por su tras le habían seguido.
Yo, poco a poco, tanteando llegué a la sepultura. La cruz estaba intacta sobre el barro mojado de la bóveda, entonces me dije: Haber voy escuchar qué pasa adentro, y me eché por donde estaba la cabeza del muerto. Pegué bien mi oreja sobre la tierra y paralizando mi respiración escuché. Un perro bravo estaba ladrando furiosamente. Parecía atacar a su víctima. En otro momento escuché la voz fatigada de mi amigo como si estuviese corriendo y tratando de salir a la superficie. Dudé un poco y reflexioné: los muertos dicen que reviven y a veces por falta de auxilio se mueren; entonces grité:
–¡Qué pasa Pichau Pedro! ¡Qué te pasa!
Y ¡pachaaaac!, ¡pachaaaac!, con el cabrestillo empecé a golpear la bóveda de la sepultura. Al pasar el momento de ofuscación, otra vez me puse a escuchar. El perro ya no ladraba y sólo había silencio. Apreté mi oreja derecha tan pegado a la tierra, contuve la respiración para escuchar algo, en eso me había quedado dormido hasta la madrugada. Cuando me desperté, el frío había entumecido todo mi cuerpo. Las estrellas brillaban en el cielo y a mi costado, sobre la bóveda estaba la cruz de la sepultura. En ese momento me acordé que mi compromiso era volver al velorio portando la cruz. Por eso jalé de entre el barro, lo puse sobre mi hombro y salí del cementerio.
Era muy de madrugada cuando llegué al velorio. Todos estaban chacchando, inclusive mis acompañantes. Cuando me vieron, se rieron pensando que yo me había corrido del cementerio. Como tenía fama de mujeriego y no llegaba hasta esas horas, creyeron que me había ido a pasear por la casa de una de mis enamoradas. Cuando les conté mi aventura nadie dio crédito a mi relato; pero cuando levanté la cruz de Pichau Pedro arrancada de su sepultura, todos pararon de chacchar y sin hablar se quedaron mirándome, incrédulos».
Mauel Nieves Fabián
[email protected]