manuel Nieves fabián
CHINA DIABLO

Contado por doña Flabiana Fabián
Daniel, a pesar de ser casado, mantenía relaciones amorosas con otra mujer, también casada. Un buen día, para gozar de sus encuentros amorosos a solas, los amantes convinieron ir de noche al poblado de Pacocha, aprovechando la luz de la luna.
Aquella madrugada, Daniel, para justificar su ausencia de casa, fingió despertarse sobresaltado y dijo a su mujer:
–Marianita, he soñado a unos niños llorando. Estaban completamente desnudos y me pedían ayuda. Creo que nuestras reses están en peligro. Parece que los ladrones le han echado el ojo. No hay tiempo que perder. En este momento me voy a Pacocha.
Apenas acabó de hablar, sin dar lugar a los comentarios de su mujer, se levantó bruscamente. En la oscuridad se vistió como pudo y salió antes de la hora señalada al encuentro con su amante.
En la calle había un silencio absoluto y la luna, en el occidente, cerca del cerro grande, brillaba como si fuera de día. Casi tropezándose volteó una de las esquinas y pasó apresuradamente el cerrito de la Cruz de Koto pensando haberse hecho tarde. Miró a las Siete Cabrillas en el firmamento y comprobó que era muy temprano; sin embargo, para su sorpresa, ella la esperaba impaciente, sentada sobre un pequeño muro, muriéndose de frío y un tanto enojada le recriminó por su tardanza.
Él se disculpó, mintiéndole haberse quedado dormido. Se aproximó apasionadamente hacia ella, la tomó de las manos, la abrazó y la llenó de caricias; mientras ella, muy coqueta, cada vez más se le escapaba de las manos y tan rapidita iba por delante.
Sin sentir el cansancio pasaron las zigzageantes curvas de Wichianapata, llegaron a Paltachaca e ingresaron a la quebrada de Walturaqra. En la semioscuridad distinguió el gigantesco waltu, cuyo tallo emergía desde el fondo del abismo; en esas circunstancias, en un momento de descuido, el enamorado que iba detrás de ella resbaló al pisar tierra movediza y después de un formidable tropezón resbaló. Con la desesperación, al no encontrar piso, sino un enorme vacío debajo de sus pies, alargó los brazos para coger las faldas de la mujer y exclamó:
–¡Me caigo! ¡Ayúdame!
Y ante la inminente caída plantó los dedos y las uñas sobre la roca y gritó:
–¡Jesússssssss!
Ni bien acabó de pronunciar la palabra, la mujer reventó cual una avellana de fiesta y desapareció dejando el aire con olor a azufre.
Desconcertado el enamorado, un tanto sordo por el reventón, trató de acomodar sus pies para levantarse, pero se dio cuenta que estaba sobre una gran peña con los pies que se le balanceaban, listo para desbarrancarse.
Con la sangre que se le congelaba y el cuerpo escarapelado, no podía salir de su asombro ni menos explicar lo que le había pasado. No podía creer que la mujer a quien tanto amaba y le llenaba de caricias era la propia diablesa.
Cogido fuertemente de una de las grietas de la peña cerró los ojos y recapituló el tiempo transcurrido en su compañía. Recordó sus coqueteos y que guardando distancia no se dejaba atrapar. A pesar de lo escarpado del terreno caminaba con facilidad sin mostrar fatiga. A cierta distancia, al voltear el rostro, siempre mostraba su sonrisa induciéndola a seguirla, pero aquel resbalón, afortunadamente fue su salvación.
Cerró sus ojos tan fuertes como pudo, aspiró y expiró el aire con bastante suavidad y trató de dominar su emoción. Era de no creer, si era la misma mujer de sus constates encuentros. Su vestimenta, sus sentimientos, sus muecas y su voz inconfundible era de ella. Era difícil creer que la diablesa haya tomado la apariencia de su amante.
Ante el inminente peligro de caer al fondo del precipicio, se aferró mucho más a las grietas de la peña y esperó la luz del día para orientarse mejor.
La noche, cual madeja enredada, se hizo interminable. El canto del chuluk, cual un reloj que marcaba los minutos hería sus tímpanos.
En medio del remordimiento y la angustia maldijo de haberla seducido a pesar que ella tenía marido.
Después de interminables horas de martirio, por fin asomó el lucero de la mañana por detrás de los cerros y rayó el alba. En la semiclaridad distinguió a sus pies que el abismo era tan profundo, pues un paso más, ya no estaría para contar esta historia.
Casi a tientas, descolgándose como el gato, con sumo cuidado, por fin pudo salir del despeñadero y respiró hondo por haberse salvado de la muerte.
A partir de aquella vez dejó de lado a sus amantes. La lección no fue para menos.
Según los comentarios decían que habría sido la china diablo. A ellas les agradan los hombres con esta conducta, y al final, más de las veces se los llevan para siempre.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]
Daniel, a pesar de ser casado, mantenía relaciones amorosas con otra mujer, también casada. Un buen día, para gozar de sus encuentros amorosos a solas, los amantes convinieron ir de noche al poblado de Pacocha, aprovechando la luz de la luna.
Aquella madrugada, Daniel, para justificar su ausencia de casa, fingió despertarse sobresaltado y dijo a su mujer:
–Marianita, he soñado a unos niños llorando. Estaban completamente desnudos y me pedían ayuda. Creo que nuestras reses están en peligro. Parece que los ladrones le han echado el ojo. No hay tiempo que perder. En este momento me voy a Pacocha.
Apenas acabó de hablar, sin dar lugar a los comentarios de su mujer, se levantó bruscamente. En la oscuridad se vistió como pudo y salió antes de la hora señalada al encuentro con su amante.
En la calle había un silencio absoluto y la luna, en el occidente, cerca del cerro grande, brillaba como si fuera de día. Casi tropezándose volteó una de las esquinas y pasó apresuradamente el cerrito de la Cruz de Koto pensando haberse hecho tarde. Miró a las Siete Cabrillas en el firmamento y comprobó que era muy temprano; sin embargo, para su sorpresa, ella la esperaba impaciente, sentada sobre un pequeño muro, muriéndose de frío y un tanto enojada le recriminó por su tardanza.
Él se disculpó, mintiéndole haberse quedado dormido. Se aproximó apasionadamente hacia ella, la tomó de las manos, la abrazó y la llenó de caricias; mientras ella, muy coqueta, cada vez más se le escapaba de las manos y tan rapidita iba por delante.
Sin sentir el cansancio pasaron las zigzageantes curvas de Wichianapata, llegaron a Paltachaca e ingresaron a la quebrada de Walturaqra. En la semioscuridad distinguió el gigantesco waltu, cuyo tallo emergía desde el fondo del abismo; en esas circunstancias, en un momento de descuido, el enamorado que iba detrás de ella resbaló al pisar tierra movediza y después de un formidable tropezón resbaló. Con la desesperación, al no encontrar piso, sino un enorme vacío debajo de sus pies, alargó los brazos para coger las faldas de la mujer y exclamó:
–¡Me caigo! ¡Ayúdame!
Y ante la inminente caída plantó los dedos y las uñas sobre la roca y gritó:
–¡Jesússssssss!
Ni bien acabó de pronunciar la palabra, la mujer reventó cual una avellana de fiesta y desapareció dejando el aire con olor a azufre.
Desconcertado el enamorado, un tanto sordo por el reventón, trató de acomodar sus pies para levantarse, pero se dio cuenta que estaba sobre una gran peña con los pies que se le balanceaban, listo para desbarrancarse.
Con la sangre que se le congelaba y el cuerpo escarapelado, no podía salir de su asombro ni menos explicar lo que le había pasado. No podía creer que la mujer a quien tanto amaba y le llenaba de caricias era la propia diablesa.
Cogido fuertemente de una de las grietas de la peña cerró los ojos y recapituló el tiempo transcurrido en su compañía. Recordó sus coqueteos y que guardando distancia no se dejaba atrapar. A pesar de lo escarpado del terreno caminaba con facilidad sin mostrar fatiga. A cierta distancia, al voltear el rostro, siempre mostraba su sonrisa induciéndola a seguirla, pero aquel resbalón, afortunadamente fue su salvación.
Cerró sus ojos tan fuertes como pudo, aspiró y expiró el aire con bastante suavidad y trató de dominar su emoción. Era de no creer, si era la misma mujer de sus constates encuentros. Su vestimenta, sus sentimientos, sus muecas y su voz inconfundible era de ella. Era difícil creer que la diablesa haya tomado la apariencia de su amante.
Ante el inminente peligro de caer al fondo del precipicio, se aferró mucho más a las grietas de la peña y esperó la luz del día para orientarse mejor.
La noche, cual madeja enredada, se hizo interminable. El canto del chuluk, cual un reloj que marcaba los minutos hería sus tímpanos.
En medio del remordimiento y la angustia maldijo de haberla seducido a pesar que ella tenía marido.
Después de interminables horas de martirio, por fin asomó el lucero de la mañana por detrás de los cerros y rayó el alba. En la semiclaridad distinguió a sus pies que el abismo era tan profundo, pues un paso más, ya no estaría para contar esta historia.
Casi a tientas, descolgándose como el gato, con sumo cuidado, por fin pudo salir del despeñadero y respiró hondo por haberse salvado de la muerte.
A partir de aquella vez dejó de lado a sus amantes. La lección no fue para menos.
Según los comentarios decían que habría sido la china diablo. A ellas les agradan los hombres con esta conducta, y al final, más de las veces se los llevan para siempre.
Manuel Nieves Fabián
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